Al hilo del debate que el incierto resultado del 23J ha abierto sobre la gobernabilidad de España, todo lo que se lleven de más vascos y catalanes nos lo llevaremos de menos los demás.
Y entre los demás, los que peor estamos (con los números en la mano) somos los valencianos. Así que, ‘agüita’ con las negociaciones para el nuevo Frankenstein de dos cabezas, las de Sánchez y Puigdemont. Hablo de financiación, de deuda, de agua y de tantas cosas que desde el Congreso debería reivindicar Compromís (que ahora tiene a Àgueda Micó de portavoz adjunta en Sumar) antes de entregarle su voto a Sánchez; y desde el Gobierno Ximo Puig, si es que, como nos venden, llega a ser ministro. Porque es de esperar que esos cargos los usen en favor de la Comunidad y no en contra del Consell.
Sobre eso de que en la Cámara Baja se hable cualquiera de las lenguas oficiales en alguna comunidad autónoma, la doble denominación que proponía Puig era un gran error que avanzaba en la disolución del valenciano en el catalán. Que es lo que aprobó la AVL en 2020 pactando por escrito con el IEC la supeditación del valenciano al catalán, y la superioridad jerárquica del instituto catalán sobre su homóloga valenciana.
Justo en eso está en el origen del desprestigio de una academia con rango estatutario que por definición debería defender las particularidades de la lengua que L’Estatut en el que se enmarca define como ‘valenciano’.
Si la AVL no rectifica, el uso cotidiano de un valenciano cada vez más adulterado irá a menos, y la existencia de la propia academia dejará de tener sentido. Con que el IEC nos diga cómo tenemos que hablar habrá más que suficiente.