El rey cumple diez años. Felipe de Borbón no, evidentemente, pero Felipe VI sí. Diez años que no han sido sencillos, y que si tuvieran que empezar ahora serían simplemente imposibles.
Si una operación de sustitución al frente de la jefatura del Estado como la que se produjo hace diez años hubiera que reproducirla ahora sin duda fracasaría. Fracasaría porque el necesario consenso entre los dos partidos mayoritarios ya no existe. Ni va a existir hasta que se regenere el partido socialista y termine el sueño (para muchos pesadilla) del sanchismo.
Los eventuales cambios en el Partido Popular son irrelevantes a estos efectos: no habría diferencia alguna en este terreno entre Feijóo y Ayuso. Pero sí entre Sánchez y su previsible sucesor, como lo hubo entre Sánchez y su predecesor, Rubalcaba.
El trato que dispensa el actual Gobierno al actual Jefe del Estado es propio del que se depara a alguien que molesta, para el que tienes sustituto (a ti mismo), y al que no piensas ayudar a permanecer en el puesto más allá del tiempo estrictamente necesario, es decir, el tiempo justo para que mientras se vaya cociendo en su propia salsa. Las ausencias gubernamentales en ciertos viajes del rey y los intentos de suplantación en determinados actos así lo revelan.
El rey encarna la unidad entre los españoles que quieren seguir siéndolo, cosa que ahora mismo ninguna otra persona de ninguna otra institución representa. Sólo por eso ya es útil la figura del monarca y su papel constitucional. Porque, en este panorama tan polarizado, ¿se imaginan ustedes un jefe de Estado, un presidente de la República (como el fiscal general, como se pretende con el poder judicial, como la presidenta del Congreso, como el director del CIS y tantos otros) que también obedeciera a las órdenes emanadas de un partido concreto, de un líder concreto, de Pedro Sánchez por ejemplo?