Lo que ha pasado en Francia este fin de semana es que su política se ha españolizado. El miedo a la extrema derecha ha movilizado a todos los demás, y al final ha ganado la extrema izquierda.

Como pasó aquí va a hacer ahora un año. Sánchez lo dejó claro: somos más. Y en el más iban incluidos los de la extrema izquierda, toda la extrema izquierda incluido él, y de propina, alguno de extrema derecha como Puigdemont. Pero la otra extrema derecha, la que no le gusta, ésa no, ésa no llegó al poder, que era de lo que se trataba.

Como en Francia, que ahora tiene que ver cómo hace para que Mélenchon, el Pablo Iglesias francés, no gobierne. Digo Pablo Iglesias, y me parece que me quedo corto. De todas formas, los extremos al final tienen muchas cosas en común.

Lo demuestran Sánchez y Puigdemont, con su coalición de intereses que van poco a poco desmontando España, pero también Mélenchon, que se quiere salir de la OTAN, y Le Pen, que tiene vínculos con Rusia. O sea, que, por elevación, estos lo que quieren es desmontar poco a poco Europa. La ‘grandeur’ debe ser.

En Francia, Macron, esa especie de David Cameron que queriendo arreglar un problema crea otro mayor (el Brexit británico, la cohabitación imposible en Francia), va a tener que volver a hacer magia para que la marmita en la que cocinó este guiso no se desborde y acabe quemándolos a todos. Empezando por los barrios periféricos franceses, siguiendo por Ucrania, y alcanzando ya de paso, al conjunto de eso que llamamos Europa.